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miércoles, 16 de noviembre de 2016

EL REY DE REYES NECESITA SOLDADOS

Queridos Hermanos, que Jesucristo sea nuestro Rey y nosotros sus vasallos no necesita de prueba; lo confesamos por la fe y estamos pronto a confirmarlo con nuestra sangre. Él mismo lo protestó aun desde su nacimiento, diciendo: “Yo he sido establecido por rey sobre Sión”. Y al punto hizo que lo publicasen al mundo los Magos, cuando preguntaron: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?”; y así como nació con el título de rey en la frente, así murió con el título de Rey en la cruz: Jesús Nazareno, Rey de los judíos, que son, según el espíritu, los fieles verdaderos, como explica San Agustín. Somos, pues, sus súbditos como nacidos en su Reino, poseídos de su dominio, redimidos con su sangre, libertados por Él de la esclavitud del demonio y destinados a reinar con Él mismo eternamente en el Cielo. Mirad por cuántos títulos le debemos sujeción y vasallaje, y cuánta felicidad nuestra es vivir debajo del señorío y según las leyes de un Rey infinitamente grande, sabio y bueno. ¿Qué corazón no se llenará de júbilo, sabiendo que puede gozar de sus virtudes verdaderamente reales? La sabiduría con que perfectamente conoce las necesidades de sus vasallos; el poder con que puede con un solo mirar de ojos remediarlos; la misericordia con que se enternece a compadecerse de ellos, la justicia incapaz de errar en el premiar los méritos y castigar los delitos; la providencia en prevenir los peligros para librarnos de ellos y prevenir las necesidades con el socorro de antemano. Qué bien decía David en el salmo profético de este Rey, que debajo de su dominio reinaría en el mundo la felicidad, la alegría, la justicia y la abundancia de la paz. Pongámonos un poco a comparar al Rey del Cielo con los reyes de la tierra. Estos imponen gabelas y tributos; Él los quita; antes paga a su costa las deudas de los suyos.
Estos empobrecen a los vasallos para enriquecerse a sí; Él se hizo pobre por enriquecernos con su pobreza. Estas muchas veces en su gobierno se apartan de la rectitud y justicia, o por ignorancia o por pasión o por malicia; Él nunca puede extraviarse de lo justo, porque es la misma sabiduría, justicia y bondad. Éstos hacen leyes pesadas, que de ordinario ellos mismos las quebrantan; Él pone leyes suaves, en cuya observancia nos va siempre delante con el ejemplo. Ahora este Rey de las virtudes bajó del trono de su eterna gloria, al campo de la vida mortal para intimar la guerra al mundo rebelde, al Diablo tirano y a los vicios destruidores del linaje humano. El amor de sus súbditos tiranizados por el bárbaro enemigo, le movió a tan heroica empresa de cómo librarlos de la cruel esclavitud que padecían, no sufriendo el corazón verles gemir y perecer en las cadenas; únicamente le solicitó el deseo de traer consigo compañeros a gozar la eterna felicidad de su Reino, no pareciéndole que reinaba perfectamente dichoso si no comunicaba a sus fieles soldados su felicidad. De suerte que el fruto de la victoria no será del Rey, sino de los vasallos a quienes quiere dar el mérito de sus fatigas y el premio de la batalla y del triunfo. Solamente nos convida a que tomemos con Él las armas que, expresión de San Pablo, son: “La loriga de la justicia, el escudo de la fe y el yelmo de la salud”. Nos exhorta a seguir su bandera ofreciéndose el primero a los peligros e incomodidades sin resguardar su vida ni atender a su majestad. A este fin nos alistó en su milicia, para que con él peleásemos, y en medio de loa enemigos, a prueba de trabajos y sudores, diésemos testimonio de nuestra lealtad. ¿Qué corazón, pues, habrá tan vil que se niegue al convite de su rey que se ofrece por Capitán General de tan generosa empresa, y nos promete segura victoria si no falta por nosotros? ¿Quién de vosotros tendrá tan poco juicio y tan poco amor de su bien, que rehúse salir en campaña, donde se trata aún más de su salud que de la gloria de su Rey? ¿Dónde no se puede huir del combate si no es quedando prisionero del enemigo que nos viene a asaltar por privarnos de un Reino Eterno y hacernos perpetuamente sus esclavos? Brava cosa sería si un soldado, al tiempo que su capitán está con las armas en la mano y sale a acometer a los escuadrones enemigos, él se estuviese desarmado, tendido en la cama o jugando a los dados o al ajedrez. 
Aquel valeroso Urías, tan celebrado en la historia de los reyes, decía, cuando David le convidaba al descanso: “Mi general, Joab está peleando en campaña o durmiendo sobre la dura tierra en defensa del Arca, ¿y yo he de tener corazón tan vil que me esté en casa regalándome en mi mesa y durmiendo en mi blanda cama? Nunca lo haré.”Pero para avivar más el espíritu, imaginaos que oís a San Luís, Rey de Francia, cuando en la asamblea de los príncipes y señores de su reino, descubierta la cruz que tenía pendiente al pecho, les convidó a la conquista de la Tierra Santa: “Mis files vasallos, dijo: esta cruz que veis en mi pecho ya os descubre el deseo y el designio de mi corazón: la Tierra Santa, la ciudad de Dios, la herencia de Jesucristo, donde obró los misterios de nuestra redención, santificándola con milagros de su vida y regándola con su divina sangre, gime sujeta a la tiranía de los bárbaros infieles, ellos han arrojado a nuestro Dios de la corte y capital de su imperio para afianzar su tiránico yugo sobre las ruinas del cristianismo. ¿Quién podrá explicar la impiedad con que han arruinado los sagrados templos? ¿Quién las opresiones y durísimos tratamientos con que fatigan a aquellos pocos cristianos que allí han quedado, a quienes tratan peor que esclavos? Las lágrimas de aquellos miserables, la desolación de la santa ciudad, me mueven a compasión e invocan nuestras armas para que los socorramos, yo estoy resuelto de pasar allá mis banderas y derramar, si fuera menester, mi sangre. A vosotros también ofrezco la cruz, ¿os negaréis a aceptarla? Os convido a que me acompañéis en tan noble conquista; ¿os excusaréis de seguirme? Yo, yo voy con vosotros a participar de los trabajos del viaje, a experimentar las incomodidades de la guerra, y vosotros seréis conmigo participes de los despojos de los vencidos y de los premios de la victoria. Ninguno encontrará más incomodidades ni entrará en más peligro que su rey. E, pues mis fieles campeones, vamos generosamente a la sagrada empresa, en que triunfará sin duda la gloria de Dios, de la Santa Iglesia y de vuestro valor. Imaginad ahora que os pone la cruz en la mano el Salvador, que salió del sepulcro victorioso del mundo, de la muerte y del infierno. Con esta cruz no hay duda que alcanzaremos la gloria inmortal, ya volviendo ricos y cargados de los despojos de los enemigos o quedando allí muertos con feliz martirio”.
A este convite, ¿qué corazón podría resistir? ¿No sería tenido por la más vil alma del mundo el que se viese excusado a seguir a su rey en una empresa tan noble y tan sagrada? Todos con un corazón, a una voz pidieron la insignia de la cruz, se ofrecieron prontísimos a seguir al rey, a morir antes en la sagrada guerra que vivir en el sosiego de sus casas en paz. Incluso los hermanos del rey y los príncipes de la sangre e incluso la reina y las princesas pidieron al legado de Inocencio IV que las admitiese a ser cruzadas. Y si tanto pudo el convite y ejemplo de un rey terreno, respetado y amado de sus vasallos, ¿cuánto más fuerte y suave atractivo debe tener el encargo y oferta del Rey Celestial, justísimo y amabilísimo, para arrebatarnos a que le sigamos? Él, depuestas las insignias de su majestad y armado de solas virtudes, viene a combatir con el común enemigo, echa entre los fieles un bando general de cruzada en el que se lee: “El que quiera venir en pos de mí, tome su cruz y sígame”. ¿Quién quiere seguirme a pelear y vencer al Príncipe de las Tinieblas, que tiene tiranizado al género humano? ¿Quién toma conmigo las armas para destruir los pecados que son las crueles cadenas que tienen a los hombres miserablemente esclavizados? ¿Quién quiere exponerse a breve guerra por conseguir el Reino Eterno del Cielo? Los trabajos de la milicia serán comunes: no será mejor la suerte del capitán que la de los soldados; solo que yo seré el primero a entrar en la batalla, a plantar el estandarte de mi cruz sobre el campo enemigo. Añádase que nuestro Rey, no solo quiere ir delante como guía para el difícil camino que nos propone en tan ardua empresa, sino también quiere dar aliento y vigor para que le sigamos con gusto y venzamos con alegría y facilidad, como hizo ya Wenceslao. Este piadosísimo rey, ardiendo todo en amor divino, usaba visitar de noche las iglesias descalzo, aun en el invierno, en que solía estar la tierra cubierta de nieve. Llevaba detrás a Podovino su fiel cortesano el cual, una vez por el gran frío aterridos los pies, fue forzado a detenerse por no poder seguir al rey. Cuando el piadoso rey lo conoció, le mandó que entrase sus pies en las huellas que él dejaba señaladas. Hízolo el cortesano y no solo sintió que se le calentaban los pies, sino todo el cuerpo con tal ardor, que pudo seguir con alegría por el áspero camino a su señor. Este mismo efecto hacen continuamente en sus seguidores las huellas del Salvador que va delante: no solo nos enseña el Camino, mas nos da bríos para seguirle con pasos ligeros. Sea pues áspera, sea difícil, esté llena de trabajos e incomodidades la senda por donde le hemos de seguir, el hallarla toda señalada de sus huellas, el haberla Él corrido por nuestro amor, no solamente la ha allanado los pasos, sino que la ha hecho deleitable, amena y florida con mil acciones que nos dejó por ejemplos. Pues ¿por qué no le seguiremos? Jesucristo, dice San Cipriano, practicó todo lo que enseñó para que el discípulo no pudiera tener excusa si siendo siervo, no quisiera padecer lo que primero padeció su Señor. “A la conquista, pues, del mundo, a la salud de las almas, a la ruina de los pecados aspira nuestro Rey. Para esta noble empresa busca por todas parte soldados, convida secuaces y sin embargo -decía desconsolado Ezequiel- no hay quien vaya a la batalla, cuanto se cansa en hallar quien le siga, como generoso aventurero, en tan justa guerra, vileza intolerable de los que somos sus vasallos, agravio gravísimo que se hace a tan buen Rey”. “Digno es por cierto de muerte -decía San Bernardo- el que rehúsa alistarse bajo las banderas de Jesucristo”. Pensad que Felipe II llamó a la corte a algunos soldados que más valerosamente habían militado en Flandes bajo el mando de Alejandro Farnesio para conocerlos y premiarlos.
Aparecieron todos señalados con gloriosas heridas y oyendo al rey, que les decía con amoroso semblante qué premio deseaban por sus sudores y heridas, respondieron: “Ningún otro sino que nos permita otra vez militar en las banderas de Alejandro”. Tan grande era la estimación, tan grande era el amor que tenían a aquel valeroso capitán. ¿Qué hemos de decir, hermanos, si nuestro poderoso Rey no puede alcanzar de nosotros con sus convites y llamamientos lo que tantos otros infinitamente menos dignos alcanzaron de sus súbditos y soldados sin resistencia alguna? ¿Qué excusa se podrá jamás alegar si no seguimos al Monarca Divino con tanto aliento como se suele seguir a un señor terreno? Por ventura se dirá que si los trabajos de la milicia, los horrores de la batalla que sufren por el rey de la tierra son gustosos, son agradables, ¿los que se deben padecer por el Rey del cielo son desapacibles y amargos? ¿Y dónde está la fe? ¿Dónde el amor y obsequio debidos al Rey de los reyes? De suerte que el afecto que se tiene a un príncipe terreno, el interés de un estipendio mundano, hace alegre y conforme a la inclinación natural de seguirle en los precisos infortunios y trabajos de la guerra; y el amor que profesamos al Rey Celestial y el premio de una gloria eterna deja que parezca más áspero, muy insufrible y repugnante a la naturaleza del militar con él debajo de sus banderas. Con razón decía el Salvador: “Los hombres de Nínive se levantarán en juicio y os condenarán, dando a conocer cuan prontos fueron ellos a imitar a su bárbaro rey, aún en una empresa muy dificultosa porque Sardanápalo, oyendo la ruina de la ciudad, amenazada por el profeta Jonás, se levantó de su trono, se desnudó sus reales ropas, se vistió un saco, se sentó sobre la ceniza y ayunó.”
Después por intimo pregón intimó a sus vasallos un riguroso ayuno y una severa penitencia de sus pecados pero, como reparó agudamente San Ambrosio, para que toda la ciudad ayunase, el rey primero puso de abstinencia estrecha su mesa real. Un Sardanápalo con su ejemplo pudo tanto con sus súbditos y Jesucristo, con la idea de sus divinas virtudes ¿no podrá otro tanto en los corazones de sus fieles? ¿Es esto todo lo que puede prometerse de nosotros un Dios, habiendo bajado de su gloria a nuestra vileza, por ser nuestro Capitán, por movernos y ayudarnos a la conquista de un Reino a nosotros tan útil como glorioso para Él? ¿Pues qué hará? ¿Renunciará a las armas? ¿Se volverá a su Cielo sin pelear? No se lo permite la gloria de su eterno Padre, ni el amor de nuestra salud. Está dispuestísimo a ir solo a la batalla y nos dice: “Vosotros, como cobardes, me volvéis las espaldas y huís, mas yo iré solo a ofrecer por vosotros el pecho a las lanzas de vuestros enemigos. Quedaos, pues vosotros, perezosos, a gozar del ocio, a dormir sobre plumas; yo solo saldré al encuentro del enemigo, a las fatigas y peligros hasta caer rendido del peso. Entregaos a los placeres, a la embriaguez y glotonería; para mí serán las penas, a mí me tocará beber el Cáliz de la Pasión y mientras vosotros alargáis la mano a las frutas prohibidas, yo extenderé las mías en el trono de la cruz”. Y nos recuerda: “Pero no penséis tener parte en mi Reino, porque quien conmigo no pelea, tampoco reina en mi compañía ¿y con qué cara tendréis después la osadía de aspirar a mi bienaventuranza, cuando yo os mostré las llagas de mis manos, pies y costado, abiertas por vuestra salvación y vosotros no podréis recíprocamente mostrarme una gota de sudor, no digo de sangre, derramado por mi gloria?".
¿Tendremos corazón para sufrir que así nos zahiera? ¿Tendremos ánimo para ver a nuestro Rey en el campo de batalla? ¿Nos quedaremos desalentados porque nos ofrece su cruz y nos dice que su Reino no es de este mundo? Hermanos, yo os digo que nos fiemos de su bondad que aún en esta vida, entre los trabajos de la milicia que por Él y con Él profesamos, no dejará de darnos a experimentar los efectos dulces de su beneficencia, y en la otra vida nos tiene preparado un gran Reino por premio de la batalla, mas no por ello dejará de darnos en esta vida un copioso”sueldo”. A los que pelean, ¿no se les promete un liberal donativo después de la victoria? Con todo eso vemos que, entre tanto, se les da un competente sueldo en tiempo de la batalla. Los interiores gustos del ánimo, las consolaciones espirituales, el júbilo de la buena conciencia, son unos tratamientos amorosos con que este benigno y benéfico Rey, aun en el tiempo de la guerra presente, premia y contrapesa lo que se obra y padece por su amor. Decía Santa Teresa: “Solo el pensar que tenemos que pelear y `padecer con tan gran Rey, nos debe hacer, no solo animosos, sino alegres y alentados en los trabajos y tribulaciones”. Hermanos no solamente es cosa gloriosa, sino dulce y alegrísima seguir al Señor y ejecutar sus mandatos. 
Querido Hermano de la Hermandad de los Pobres Caballeros de Cristo, acaso te parece empresa difícil y ardua haber de retirarte del camino ancho de los vicios y entrar por la senda estrecha de las virtudes. Pero ¿qué aliento no infundirá al corazón llevar a los ojos por guía al Rey del cielo? Amarga cosa nos parece apartar los labios del dulce licor de los placeres, por aplicarlos a la hiel de la mortificación; pero ¡qué suave y sabrosa la hará la reflexión, que Cristo primero la endulzó y azucaró con su divina boca! Tememos como vida difícil y melancólica el vivir sin la conversión licenciosa de ciertos amigos del pasatiempo, más la dulce conversación del Rey Celestial, y con eso el tenerlo por compañero en los trabajos y tribulaciones, ¿no prevalecerá y valdrá más que la compañía de cualquier criatura? Revolved las escrituras sagradas, y hallaréis que en virtud de sola esta compañía, se alentaban todos aquellos padres a entrar en cualquier ardua y trabajosa empresa. “Yo estaré contigo”, le decía Dios (Jud. VI, 16) a Isaac cuando le quiso animar a no temer las asechanzas de los palestinos. Así lo prometió Dios a Jacob, cuando quiso alentarle a emprender la larga y áspera peregrinación a la vuelta de su patria. Así lo ofreció a Moisés, cuando le quiso dar bríos para el grande empeño de librar a los israelitas del cautiverio del Faraón. Así finalmente a Josué cuando le encargó la dificultosa empresa de conducir al pueblo a la tierra de promisión. Y así también nos dice a nosotros el Salvador: “No temáis, yo estoy con vosotros para salvaros; ceda, pues, todo temor. Yo estoy con vosotros a daros todo cohorte y libraros”. Pues, ¿qué nos detiene? ¿Cómo dilatamos el seguir a tan benéfico Señor y Rey?, mejor será decir como el devotísimo San Bernardo: “Te seguiremos Señor, por ti y a ti porque Tú eres el Camino la Verdad y la Vida; Camino en el ejemplo, Verdad en la promesa y Vida en el premio”. Por eso debemos decir: “¿Qué debo hacer ahora con vuestro ejemplo cuando vos, Rey de soberana majestad, queréis entrar a la parte de los trabajos, tomando para vos lo más arduo, lo más difícil, lo más penoso y dejando para mí lo menos molesto y menos amargo? Esta vuestra bondad me arrebata todo el corazón y me hace una amorosa violencia para seguiros. Una y otra vez estoy dispuesto a seguiros ya sea por un camino llano, sin trabajos ni espinas, ya sea cuesta arriba, por sendas ásperas llenas de malezas y dificultades. Ni me pone miedo, Señor, lo que prevenís, que quien quisiere ir en pos de vos se niegue a sí mismo; ni me acobarda haber de tomar la cruz para seguiros porque este es un dulce amargo que más me halaga y regala, que no me desmaya y desalienta, sabiendo que debo padecer en vuestra compañía, y que vos vais delante con una cruz mucho más pesada; que yo he de llevar la mía, sustentada por vuestra poderosa mano a la que ha hecho ligera y suave el haber estado sobre vuestros divinos hombros”. Aceptad, pues, con agradables ojos y afecto ¡OH divinísimo Rey mío! Esta mi ofrenda como Pobre Caballero de Cristo, dad valor a este mi buen deseo, asistidme con vuestra eficaz gracia, para que yo pelee valerosamente en vuestro servicio, para reinar después con Vos eternamente en vuestra Gloria.- Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: 'Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver'. Los justos le responderán: 'Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?'. Y el Rey les responderá: 'Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo'. Luego dirá a los de su izquierda: 'Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron'. Estos, a su vez, le preguntarán: 'Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?'. Y él les responderá: 'Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo'. Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna". “NUESTRO MAYOR PREMIO”.

Fr.++++ Jose M. Nicolau
Gran Maestre de la Orden

NON NOBIS DOMINE NON NOBIS SED NOMINI TUO DA 
GLORIAM